/ jueves 2 de abril de 2020

La lanzada a pie y a caballo en el siglo XVI

Desde el siglo XV se hizo costumbre la lanzada pie en tierra, siendo en un principio los caballeros los que se encargaban de hacerlo, pero a partir del siglo XVI fueron los lacayos quienes la ejecutaban

Continuando con el recuerdo de los inicios de la Fiesta Brava en el continente americano, ahora, en la extracción que estamos haciendo de la obra del siempre bien recordado historiador Heriberto Lanfranchi, del tomo I de “La Fiesta Brava en México y en España”, abordaremos el tema relacionado con la lanzada a pie y a caballo en el siglo XVI.

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“Desde el siglo XV se hizo costumbre la lanzada pie en tierra. En un principio fueron los caballeros los que sé encargaban de hacer esta suerte, pero a partir del siglo XVI fueron los lacayos o algunos toreros a pie, especializados en esta labor, los que la dieron. De vida mas larga que la lanzada a caballo, dicha suerte se siguió practicando hasta el siglo XVIII.

Consistía en esperar en posición erguida la embestida del toro, clavarle la lanza en el pecho y aguantar el brutal choque, oponiéndose tenazmente a su empuje hasta verle rodar muerto por la arena. Modificándose a postura, ponían una rodilla en tierra y apoyaban en el suelo el extremo de la lanza para tratar de clavarla, ya no en el pecho sino en la frente del animal cuando éste acometía. Para ejecutar esta suerte eran necesarios gran valor y fuerza por parte de los que la realizaban, ya que cualquier titubeo podía ser de fatales consecuencias, tal como se encontraban frente a frente al toro y sin defensa alguna en caso de fallar el golpe.

En la lanzada a caballo, el jinete se colocaba frente al toro, a unos cuatro o cinco metros de él y esperaba la embestida. Cómo debía evitar que su caballo desluciera la suerte con sus movimientos nerviosos, le cubría los ojos con unas anteojeras o bien con una simple venda, cegándolo momentáneamente tal como se hace en la actualidad con los caballos de los picadores.

Al arrancar el toro, el caballero trataba de clavar su lanza en el cuello del animal y resistía a su empuje hasta que lo atravesaba o lo hacía rodar muerto por la arena. No debía soltar su arma sino qué haciendo fuerza en ella había de romperla de manera que el hierro de la punta quedara hundido en el cuerpo de la bestia. Como la herida no era siempre mortal, el toro al sentirse herido empujaba con más fuerza, le arrebataba la lanza de las manos o bien le sacaba violentamente de la silla si trataba de no soltarla. Ambas situaciones, perder el arma y ser desmontado violentamente, constituían un gran desaire para el caballero actuante y debían evitarse al máximo.

Al principio, los caballeros utilizaban sus armas habituales de combate, pero como eran sumamente difíciles de romper, empezaron a usar comúnmente unas lanzas especiales que tenían unos 75 centímetros de la punta, unos cortes en la madera, mismos que permitían que se quebraran sin dificultad alguna tras un breve forcejeo con el toro. Dichas lanzas medían cerca de cuatro metros y terminaban en una punta metálica, muy afilada, que penetraba sin grandes esfuerzos en el cuerpo del animal.

Una vez ejecutada la suerte, si el toro conservaba vigor y el caballero había salido airoso del encuentro, debía descubrir los ojos de su montura para alejarse del lugar de peligro, obtener una nueva lanza que le era entregada por uno de sus lacayos y, entonces, volver a enfrentar a la res.

Casi siempre, no obstante, la lanzada se producía más por azar que por habilidad y conocimientos y, en numerosas ocasiones, el caballero obraba tan a ciegas como su caballo. Al embestir el toro hundía su lanza donde buenamente podía y trataba de romperla rápidamente para alejarse del lugar de peligro. La suerte era muy emocionante, pero poco lucida. A menudo sucedía que siendo el empuje del toro mayor que la fuerza opuesta por el caballero, éste, aun quebrando el arma, no tenía tiempo de alejarse o simplemente de quitarle las anteojeras al caballo, era cogido por la bestia y rodaba con su montura por la arena. Los lacayos y los otros caballeros acudían prontamente al quite, pero la situación era verdaderamente crítica para el jinete caído. Golpes, situaciones peligrosas y momentos angustiosos eran en las corridas de toros del siglo XVI”.

En nuestra próxima intervención describiremos como eran las maneras de dar la lanzada a caballo.

DATO

En la lanzada a caballo, a menudo sucedía que siendo el empuje del toro mayor que la fuerza opuesta por el caballero, éste, aun quebrando el arma no tenía tiempo de alejarse.

Continuando con el recuerdo de los inicios de la Fiesta Brava en el continente americano, ahora, en la extracción que estamos haciendo de la obra del siempre bien recordado historiador Heriberto Lanfranchi, del tomo I de “La Fiesta Brava en México y en España”, abordaremos el tema relacionado con la lanzada a pie y a caballo en el siglo XVI.

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“Desde el siglo XV se hizo costumbre la lanzada pie en tierra. En un principio fueron los caballeros los que sé encargaban de hacer esta suerte, pero a partir del siglo XVI fueron los lacayos o algunos toreros a pie, especializados en esta labor, los que la dieron. De vida mas larga que la lanzada a caballo, dicha suerte se siguió practicando hasta el siglo XVIII.

Consistía en esperar en posición erguida la embestida del toro, clavarle la lanza en el pecho y aguantar el brutal choque, oponiéndose tenazmente a su empuje hasta verle rodar muerto por la arena. Modificándose a postura, ponían una rodilla en tierra y apoyaban en el suelo el extremo de la lanza para tratar de clavarla, ya no en el pecho sino en la frente del animal cuando éste acometía. Para ejecutar esta suerte eran necesarios gran valor y fuerza por parte de los que la realizaban, ya que cualquier titubeo podía ser de fatales consecuencias, tal como se encontraban frente a frente al toro y sin defensa alguna en caso de fallar el golpe.

En la lanzada a caballo, el jinete se colocaba frente al toro, a unos cuatro o cinco metros de él y esperaba la embestida. Cómo debía evitar que su caballo desluciera la suerte con sus movimientos nerviosos, le cubría los ojos con unas anteojeras o bien con una simple venda, cegándolo momentáneamente tal como se hace en la actualidad con los caballos de los picadores.

Al arrancar el toro, el caballero trataba de clavar su lanza en el cuello del animal y resistía a su empuje hasta que lo atravesaba o lo hacía rodar muerto por la arena. No debía soltar su arma sino qué haciendo fuerza en ella había de romperla de manera que el hierro de la punta quedara hundido en el cuerpo de la bestia. Como la herida no era siempre mortal, el toro al sentirse herido empujaba con más fuerza, le arrebataba la lanza de las manos o bien le sacaba violentamente de la silla si trataba de no soltarla. Ambas situaciones, perder el arma y ser desmontado violentamente, constituían un gran desaire para el caballero actuante y debían evitarse al máximo.

Al principio, los caballeros utilizaban sus armas habituales de combate, pero como eran sumamente difíciles de romper, empezaron a usar comúnmente unas lanzas especiales que tenían unos 75 centímetros de la punta, unos cortes en la madera, mismos que permitían que se quebraran sin dificultad alguna tras un breve forcejeo con el toro. Dichas lanzas medían cerca de cuatro metros y terminaban en una punta metálica, muy afilada, que penetraba sin grandes esfuerzos en el cuerpo del animal.

Una vez ejecutada la suerte, si el toro conservaba vigor y el caballero había salido airoso del encuentro, debía descubrir los ojos de su montura para alejarse del lugar de peligro, obtener una nueva lanza que le era entregada por uno de sus lacayos y, entonces, volver a enfrentar a la res.

Casi siempre, no obstante, la lanzada se producía más por azar que por habilidad y conocimientos y, en numerosas ocasiones, el caballero obraba tan a ciegas como su caballo. Al embestir el toro hundía su lanza donde buenamente podía y trataba de romperla rápidamente para alejarse del lugar de peligro. La suerte era muy emocionante, pero poco lucida. A menudo sucedía que siendo el empuje del toro mayor que la fuerza opuesta por el caballero, éste, aun quebrando el arma, no tenía tiempo de alejarse o simplemente de quitarle las anteojeras al caballo, era cogido por la bestia y rodaba con su montura por la arena. Los lacayos y los otros caballeros acudían prontamente al quite, pero la situación era verdaderamente crítica para el jinete caído. Golpes, situaciones peligrosas y momentos angustiosos eran en las corridas de toros del siglo XVI”.

En nuestra próxima intervención describiremos como eran las maneras de dar la lanzada a caballo.

DATO

En la lanzada a caballo, a menudo sucedía que siendo el empuje del toro mayor que la fuerza opuesta por el caballero, éste, aun quebrando el arma no tenía tiempo de alejarse.

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