/ domingo 11 de febrero de 2018

El libro preferido

 

Digamos que fue un reto. Un “a ver cómo comenzó todo”. Un ¿será no será? ¿Cuándo y por qué comencé a leer? Ya he relatado que mis primeros pasos en eso de leer y del periodismo comenzaron en donde está enterrado mi ombligo.

Y a la lectura del periódico La Prensa, que le llegaba al abuelo cada lunes, un único ejemplar que leía-leía-releía toda la semana, de pé a pá. Y que me leía y me explicaba lo que ahí decía. Mmmm… sí, qué interesante…

Y como era la edición dominical la que llegaba el lunes, me tocaban los cómics: El Príncipe Valiente era el mejor, o quizá Petronila. Bueno. El tema es que mi directora dice que le platique cómo fue, “sí se decirles cómo fue, sí se explicar lo que pasó….’

Seres de otro planeta

De pronto, desde la proa de su barco que navegaba en un mar distante, Arthur Gordon Pym vio que un barco se acercaba. A lo lejos se veía cómo el oleaje lo hacía mecerse de forma extraña, como a la deriva. Pero no. Con su catalejo pudo distinguir que junto al mástil estaba parado un hombre que reía, o mejor dicho, parecía carcajearse de algo… ¿de qué?

Con el terror y el escalofrío colectivo descubrieron que aquel hombre estaba atado con cuerdas al palo de su barco y aquello que se suponía una interminable carcajada no era otra cosa que la dentadura del cadáver de ese hombre pues los labios le habían sido cercenados por las aves de rapiña, al igual que los párpados y los ojos.

Tan sólo una parte de las Aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe.

No pude dormir durante varias noches al imaginar aquella escena terrorífica. Pero, al mismo tiempo, no podía soltar aquel primer libro que leí por propia voluntad siendo niño. Lo recuerdo puntual a pesar de los años. Es que los libros se convierten en uno, toda la vida.

Los hombres y las mujeres que escriben libros son seres de otro planeta que nacieron en la tierra pero que pertenecen al infinito sideral. Son quienes nos descubren a cada momento, nos desmenuzan, nos abren en canal, nos hipnotizan, nos dan agua de beber y comida para comer mientras nos diseccionan para encontrar nuestra alma infinita y fugaz al mismo tiempo.

Eso son ellos, los escritores, seres imaginados con toda la imaginación y la vida en uno. Son almas purísimas, sin pecado concebidos y con todos los pecados a cuestas. Así.

Después, como por arte de magia, fueron apareciendo más libros, y más libros y más libros y revistas y periódicos y cuentos cuentas cuentos en mi espacio vital que, siendo sinceros, era archi reducido.

Estaban Memín Pingüin, El charrito de oro, Los super sabios, La familia Burrón, Supermán, Batman, Aquaman, Marvila, la mujer maravilla, Las aventuras de El Santo, El Valiente. No me gustaba Lagrimas, risas y amor: Rubí…Y claro: Populibros La Prensa.

Además, leer es uno mismo puesto en esos instantes luminosos, con fuegos de colores debajo de los párpados, a ojos cerrados. Leer es el instante único e irrepetible que dura tan solo desde que se abre un libro hasta que se ve el punto final, que es cuando se lanza el suspiro único e irrepetible, como si fuera la culminación del amor. Tanto así.

A una isla desierta

Y, bueno, mi directora sigue: cuál es “mi mejor libro de la vida”. Esa es una pregunta que se parece a aquella que ya se ha vuelto un cliché: “Ante un desastre, si tuvieras que irte a una isla y sólo te permitieran llevar dos libros: ¿cuáles te llevarías?” Para empezar, creo que no me iría a esa isla salvadora dejando aquí a todos esos libros que han sido mi vida y que me han acompañado con la fidelidad del mejor amigo. No los dejaría porque sería un acto de traición, así que me quedo con ellos. Pase lo que pase.

Ahora bien, si me preguntan por mi mejor libro no sabría qué decir. Es cierto. Y sigo con lo de los amigos: hay algunos que no son tan amigos, digamos que conocidos, hay otros que son cuates, hay los puramente aparecidos y hay los mejores amigos, los que guardan silencio mientras lloramos y no se van… y son muchos.

Pero sí, a riesgo de que se me pasen tantos, diré algunos que les recomiendo si quieren comenzar a armar su biblioteca básica del lector empedernido:  

En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (no Marcelo, el que regresó de París); Ana Karenina, la bella y confundida Ana Karenina, de Tolstoi; Madame Bovary de Flaubert, Luz de agosto de Faulkner, La muerte de Artemio Cruz de Fuentes, Don Segundo Sombra de Ricardo Guiraldes, La Biblia de todos los que la escribieron; Iliada y Odisea de Homero y quienes le ayudaron, Fausto el de Goethe, aunque también el de Thomas Mann; Bola de Sebo de Maupassant, La confusión de los sentimientos de Zweig, Pedro Páramo de Rulfo, Los recuerdos del porvenir de Garro, El libro vacío de Josefina Vicens, Niebla de Unamuno, En el camino de Jack Keourak; Pentimento de Lillian Hellman, A sangre fría de Truman Capote, El viejo y el mar y Paris era una fiesta de Hemingway… Don Quijote de Cervantes y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez son mi atadura a los molinos de viento y las sábanas que vuelan en el infinito cielo azul.

O bien: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal; La crisis de México de Cosío Villegas, Las obras de Sor Juana; Las dos Españas de Santos Juliá, Historia de la Guerra Civil en España de Tussell, Historia de las relaciones entre México y Estados Unidos de J.Z. Vázquez, y por supuestísimo Pueblo en Vilo de don Luis González y González…

Cómplices y prisioneros

Inútil. Es inútil. Es falso decir cuáles son los más o los menos queridos. En general cada uno de aquellos libros que me han acompañado es eso, parte de mi vida. De mis otras vidas. De los otros momentos en los que levito, me miro aislado pero me siento en compañía de todos ellos, de mis amigos, Razkolnikov, Bronsky, Pedro Páramo, Ulises, Pancho Villa, Zapata, Lucio Blanco.

Qué puedo decir, entonces. Sólo que leer no nos hace más libres ni más prisioneros. Simplemente nos hace prisioneros que alcanzan su libertad.

Somos cómplices de autores, de personajes, de circunstancias y de tristezas infinitas como la de Pavel, el hijo de Nadiezhda, en La madre o el dolor de decirle adiós a un gran amigo, como en Dersu Uzala de Vladímir Arséniev.

Y somos la tarde en Cuaunahuac cuando muere el Cónsul en Bajo el volcán de Lowry. Todo eso somos y somos también la soledad del escritor, somos sus silencios interminables, sus tardes de agonía cuando no termina por dar forma a su idea con palabras que rehúyen, y somos la hoja en blanco que espera como se espera el recurso del método y somos su taza de café o su coñac o su whisky o ese terrible y frenético mezcal. Lo dicen los escritores. Yo los leo.

Y los lectores somos esos seres solitarios e infelices y cuyo castigo eterno es el de la lectura, por nuestra arrogancia, por nuestra necedad, por nuestro afán de ser y no ser con todo y dilema.

Eso es. Sí. Los lectores de libros somos personajes solitarios que nos enclaustramos con otros personajes para conocerlos de cerca, para intentar entenderlos y para reconocernos en ellos o bien para tomar distancia de lo que es o no es la vida. Vivimos preguntándonos respecto de la vida porque las miles de vidas que leemos nos producen confusión, zozobra y desasosiego, y al final la felicidad.

Y lo dicho, cuando concluimos la lectura de un libro respiramos con alivio, a veces con alegría, otras con tristeza. También es cierto que algunas veces no concluimos un libro. Apenas lo tomamos entre las manos y, como con aquellas personas a las que conocemos por primera vez, puede surgir simpatía o irremediable antipatía.

¿No les ha ocurrido que hay libros que son una pesadez, que son antipáticos y que en reciprocidad tampoco ellos nos quieren y no nos dan lo que esperábamos y nos hacen el feo?

Hay libros que existen y que tienen a sus lectores preferidos. Hay libros de lectura rápida o de lectura “dinámica”. Son de ese tipo de libros con los que no nos llevamos bien y que tienen la virtud, para nosotros, de alejarse pronto.

Hay libros que se leen por obligación y que resultan interesantes pero que en ellos se cumple la maldición de Sor Juana: “El saber cansa cuando es por obligación”. De tal forma, esos libros están hechos para mirarnos de reojo, para mirarnos con cierto desdén o aun con desprecio. El mismo con el que son correspondidos.

O los horrorosos libros de autoayuda, de consejos prácticos para ser feliz o ser menos desdichado.

La ventaja para nosotros radica en que el castigo para esos libros es el silencio de las cajas de cartón en bodegas si no es que se vuelven materia de reciclaje. Su castigo es la obscuridad, el silencio, la ausencia de esos ojos ávidos de su lectura o su idea o su “mensaje” (esta palabra es horrorosa en lo que se refiere a libros: no debiera haber libros de “mensaje”, pero si debe haber libros de ideas, de conceptos, de esencias, de silencios cómplices o estruendos felices y colectivos).

Y sin embargo queda la redención para todo libro. Queda el recuerdo de que ese alguien que lo escribió –o los escribió-, tenía la intención de decirnos algo. Que no lo consiguió y, por tanto, es responsabilidad del autor, no del libro. El libro es el refugio de las ideas del autor, pero a veces las ideas no son aquellas iluminadas esencias vitales del espíritu, del alma y del conocimiento.

Leer si importa. Sentado o de pie. Asido al tubo del vagón del Metro. Apretujado en la combi nuestra de cada día. A la mesa del café interminable.

O quizá sentado en el sillón de lectura, con los pies puestos en el banquito aquel mientras leía a Elena Garro, a Nellie Campobello, a Gustavo Sainz, a Parménides García Saldaña, a Amparo Dávila, a Cristina Rivera Garza, a Gerardo de la Torre, a José Agustín, a Ignacio Padilla, a Jorge Volpi… Les leía y dormí, pero en mis sueños seguí leyéndoles. Es así. La vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Servida señora Directora.

 

jhsantiago@prodigy.net.mx

 

Digamos que fue un reto. Un “a ver cómo comenzó todo”. Un ¿será no será? ¿Cuándo y por qué comencé a leer? Ya he relatado que mis primeros pasos en eso de leer y del periodismo comenzaron en donde está enterrado mi ombligo.

Y a la lectura del periódico La Prensa, que le llegaba al abuelo cada lunes, un único ejemplar que leía-leía-releía toda la semana, de pé a pá. Y que me leía y me explicaba lo que ahí decía. Mmmm… sí, qué interesante…

Y como era la edición dominical la que llegaba el lunes, me tocaban los cómics: El Príncipe Valiente era el mejor, o quizá Petronila. Bueno. El tema es que mi directora dice que le platique cómo fue, “sí se decirles cómo fue, sí se explicar lo que pasó….’

Seres de otro planeta

De pronto, desde la proa de su barco que navegaba en un mar distante, Arthur Gordon Pym vio que un barco se acercaba. A lo lejos se veía cómo el oleaje lo hacía mecerse de forma extraña, como a la deriva. Pero no. Con su catalejo pudo distinguir que junto al mástil estaba parado un hombre que reía, o mejor dicho, parecía carcajearse de algo… ¿de qué?

Con el terror y el escalofrío colectivo descubrieron que aquel hombre estaba atado con cuerdas al palo de su barco y aquello que se suponía una interminable carcajada no era otra cosa que la dentadura del cadáver de ese hombre pues los labios le habían sido cercenados por las aves de rapiña, al igual que los párpados y los ojos.

Tan sólo una parte de las Aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe.

No pude dormir durante varias noches al imaginar aquella escena terrorífica. Pero, al mismo tiempo, no podía soltar aquel primer libro que leí por propia voluntad siendo niño. Lo recuerdo puntual a pesar de los años. Es que los libros se convierten en uno, toda la vida.

Los hombres y las mujeres que escriben libros son seres de otro planeta que nacieron en la tierra pero que pertenecen al infinito sideral. Son quienes nos descubren a cada momento, nos desmenuzan, nos abren en canal, nos hipnotizan, nos dan agua de beber y comida para comer mientras nos diseccionan para encontrar nuestra alma infinita y fugaz al mismo tiempo.

Eso son ellos, los escritores, seres imaginados con toda la imaginación y la vida en uno. Son almas purísimas, sin pecado concebidos y con todos los pecados a cuestas. Así.

Después, como por arte de magia, fueron apareciendo más libros, y más libros y más libros y revistas y periódicos y cuentos cuentas cuentos en mi espacio vital que, siendo sinceros, era archi reducido.

Estaban Memín Pingüin, El charrito de oro, Los super sabios, La familia Burrón, Supermán, Batman, Aquaman, Marvila, la mujer maravilla, Las aventuras de El Santo, El Valiente. No me gustaba Lagrimas, risas y amor: Rubí…Y claro: Populibros La Prensa.

Además, leer es uno mismo puesto en esos instantes luminosos, con fuegos de colores debajo de los párpados, a ojos cerrados. Leer es el instante único e irrepetible que dura tan solo desde que se abre un libro hasta que se ve el punto final, que es cuando se lanza el suspiro único e irrepetible, como si fuera la culminación del amor. Tanto así.

A una isla desierta

Y, bueno, mi directora sigue: cuál es “mi mejor libro de la vida”. Esa es una pregunta que se parece a aquella que ya se ha vuelto un cliché: “Ante un desastre, si tuvieras que irte a una isla y sólo te permitieran llevar dos libros: ¿cuáles te llevarías?” Para empezar, creo que no me iría a esa isla salvadora dejando aquí a todos esos libros que han sido mi vida y que me han acompañado con la fidelidad del mejor amigo. No los dejaría porque sería un acto de traición, así que me quedo con ellos. Pase lo que pase.

Ahora bien, si me preguntan por mi mejor libro no sabría qué decir. Es cierto. Y sigo con lo de los amigos: hay algunos que no son tan amigos, digamos que conocidos, hay otros que son cuates, hay los puramente aparecidos y hay los mejores amigos, los que guardan silencio mientras lloramos y no se van… y son muchos.

Pero sí, a riesgo de que se me pasen tantos, diré algunos que les recomiendo si quieren comenzar a armar su biblioteca básica del lector empedernido:  

En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (no Marcelo, el que regresó de París); Ana Karenina, la bella y confundida Ana Karenina, de Tolstoi; Madame Bovary de Flaubert, Luz de agosto de Faulkner, La muerte de Artemio Cruz de Fuentes, Don Segundo Sombra de Ricardo Guiraldes, La Biblia de todos los que la escribieron; Iliada y Odisea de Homero y quienes le ayudaron, Fausto el de Goethe, aunque también el de Thomas Mann; Bola de Sebo de Maupassant, La confusión de los sentimientos de Zweig, Pedro Páramo de Rulfo, Los recuerdos del porvenir de Garro, El libro vacío de Josefina Vicens, Niebla de Unamuno, En el camino de Jack Keourak; Pentimento de Lillian Hellman, A sangre fría de Truman Capote, El viejo y el mar y Paris era una fiesta de Hemingway… Don Quijote de Cervantes y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez son mi atadura a los molinos de viento y las sábanas que vuelan en el infinito cielo azul.

O bien: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal; La crisis de México de Cosío Villegas, Las obras de Sor Juana; Las dos Españas de Santos Juliá, Historia de la Guerra Civil en España de Tussell, Historia de las relaciones entre México y Estados Unidos de J.Z. Vázquez, y por supuestísimo Pueblo en Vilo de don Luis González y González…

Cómplices y prisioneros

Inútil. Es inútil. Es falso decir cuáles son los más o los menos queridos. En general cada uno de aquellos libros que me han acompañado es eso, parte de mi vida. De mis otras vidas. De los otros momentos en los que levito, me miro aislado pero me siento en compañía de todos ellos, de mis amigos, Razkolnikov, Bronsky, Pedro Páramo, Ulises, Pancho Villa, Zapata, Lucio Blanco.

Qué puedo decir, entonces. Sólo que leer no nos hace más libres ni más prisioneros. Simplemente nos hace prisioneros que alcanzan su libertad.

Somos cómplices de autores, de personajes, de circunstancias y de tristezas infinitas como la de Pavel, el hijo de Nadiezhda, en La madre o el dolor de decirle adiós a un gran amigo, como en Dersu Uzala de Vladímir Arséniev.

Y somos la tarde en Cuaunahuac cuando muere el Cónsul en Bajo el volcán de Lowry. Todo eso somos y somos también la soledad del escritor, somos sus silencios interminables, sus tardes de agonía cuando no termina por dar forma a su idea con palabras que rehúyen, y somos la hoja en blanco que espera como se espera el recurso del método y somos su taza de café o su coñac o su whisky o ese terrible y frenético mezcal. Lo dicen los escritores. Yo los leo.

Y los lectores somos esos seres solitarios e infelices y cuyo castigo eterno es el de la lectura, por nuestra arrogancia, por nuestra necedad, por nuestro afán de ser y no ser con todo y dilema.

Eso es. Sí. Los lectores de libros somos personajes solitarios que nos enclaustramos con otros personajes para conocerlos de cerca, para intentar entenderlos y para reconocernos en ellos o bien para tomar distancia de lo que es o no es la vida. Vivimos preguntándonos respecto de la vida porque las miles de vidas que leemos nos producen confusión, zozobra y desasosiego, y al final la felicidad.

Y lo dicho, cuando concluimos la lectura de un libro respiramos con alivio, a veces con alegría, otras con tristeza. También es cierto que algunas veces no concluimos un libro. Apenas lo tomamos entre las manos y, como con aquellas personas a las que conocemos por primera vez, puede surgir simpatía o irremediable antipatía.

¿No les ha ocurrido que hay libros que son una pesadez, que son antipáticos y que en reciprocidad tampoco ellos nos quieren y no nos dan lo que esperábamos y nos hacen el feo?

Hay libros que existen y que tienen a sus lectores preferidos. Hay libros de lectura rápida o de lectura “dinámica”. Son de ese tipo de libros con los que no nos llevamos bien y que tienen la virtud, para nosotros, de alejarse pronto.

Hay libros que se leen por obligación y que resultan interesantes pero que en ellos se cumple la maldición de Sor Juana: “El saber cansa cuando es por obligación”. De tal forma, esos libros están hechos para mirarnos de reojo, para mirarnos con cierto desdén o aun con desprecio. El mismo con el que son correspondidos.

O los horrorosos libros de autoayuda, de consejos prácticos para ser feliz o ser menos desdichado.

La ventaja para nosotros radica en que el castigo para esos libros es el silencio de las cajas de cartón en bodegas si no es que se vuelven materia de reciclaje. Su castigo es la obscuridad, el silencio, la ausencia de esos ojos ávidos de su lectura o su idea o su “mensaje” (esta palabra es horrorosa en lo que se refiere a libros: no debiera haber libros de “mensaje”, pero si debe haber libros de ideas, de conceptos, de esencias, de silencios cómplices o estruendos felices y colectivos).

Y sin embargo queda la redención para todo libro. Queda el recuerdo de que ese alguien que lo escribió –o los escribió-, tenía la intención de decirnos algo. Que no lo consiguió y, por tanto, es responsabilidad del autor, no del libro. El libro es el refugio de las ideas del autor, pero a veces las ideas no son aquellas iluminadas esencias vitales del espíritu, del alma y del conocimiento.

Leer si importa. Sentado o de pie. Asido al tubo del vagón del Metro. Apretujado en la combi nuestra de cada día. A la mesa del café interminable.

O quizá sentado en el sillón de lectura, con los pies puestos en el banquito aquel mientras leía a Elena Garro, a Nellie Campobello, a Gustavo Sainz, a Parménides García Saldaña, a Amparo Dávila, a Cristina Rivera Garza, a Gerardo de la Torre, a José Agustín, a Ignacio Padilla, a Jorge Volpi… Les leía y dormí, pero en mis sueños seguí leyéndoles. Es así. La vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Servida señora Directora.

 

jhsantiago@prodigy.net.mx

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