/ viernes 10 de junio de 2022

Taza de Soles | Estilos magisteriales y modernidad

La Normal del Estado en Aguascalientes surgió en el último tercio del siglo XIX, en 1878. Hay que considerar la corriente progresista que pensó en la educación de las mujeres como una necesidad imperiosa. Formar maestras, y educadoras, como una forma de impulsar el progreso de un Estado en pleno crecimiento. Voy a hablar de la generación a la que me correspondió pertenecer, entre los años 63 /69 y que estuvimos ocupando el edificio que ahora es el Museo de la Ciudad, sin darnos cuenta que era un privilegio. Nos tocó también ser parte de una transición en cuanto al programa que se llevaba a cabo en las Escuelas Normales. Nos correspondieron grandes acontecimientos a nivel internacional y nacional. En el 63, nos cimbró la noticia del asesinato de John F. Kennedy, en el 68, nos llegaron los ecos de la matanza de Tlatelolco, las noticias de los desaparecidos y los muertos, los aires de una nueva visión juvenil también: la “misa de juventud”.

Aquí nos habíamos ido formando, entre enseñanzas tradicionalistas y breves experiencias de novedad. Recuerdo ejemplos de heroica perseverancia en la vocación magisterial, como la maestra Conchita Maldonado, a quien, en 1964, llevaban en silla de ruedas hasta su escritorio y que impartió lecciones de español hasta los últimos días de su vida. De Rafaela Jiménez, que asistía a la Normal vistiendo el luto riguroso de su viudez reciente, nos llegaron los nostálgicos versos de Amado Nervo: “A mí me gustan las tardes grises, las melancólicas, las heladas, en que los cierzos tiemblan de frío, en que los vientos gimiendo pasan, en que las aves, bajo las frondas, el pico esconden bajo del ala”. Estaban también las señoras maestras que nos dieron clase: Sra. Briseño, la Sra. Rodríguez, la Sra. Cuca Álvarez, la Sra. Gelos, ¿Es qué no eran maestras?, le pregunté en la entrevista que me concedió hace algunos años la profesora Anita Ramírez Alonso (recientemente fallecida). –“Claro que sí, eran maestras, egresadas de la misma escuela Normal, pero ellas se sentían más honradas de ser llamadas señoras”. La Normal nos dio la oportunidad de vivir seis años inolvidables. Decía Don Alejandro Topete del Valle, nuestro maestro de Historia, que “entrábamos como capullos y emergíamos como rosas”, lo cual era una manera gentil de dar cuenta de nuestra madurez. Habíamos estudiado etimologías griegas, con un sistema de preguntas por equipos, gracias a maestras como Esperanza Andrade; habíamos tenido una probada inolvidable de Federico García Lorca, gracias a la puesta en escena de La casa de Bernarda Alba”, con la Sra. Gelos, nuestra maestra de teatro, esposa de Víctor Sandoval. Habíamos tenido un poco de análisis cinematográfico, gracias a la maestra Lupita Serna, con el examen de los lenguaje gráfico y simbólico en la película Días de otoño. Y habíamos estudiado materias específicas para ejercer la docencia: Psicología, Historia de la educación en México, Técnica de la enseñanza y…las Prácticas, que si algo nos enseñaron fue a entrever el mundo difícil y complejo, pero apasionante, de la enseñanza. Nos urgía salir al mundo y trabajar, transformar el medio, como nos habían dicho. “Con juicio, sentido común”, nos repetía el maestro Federico Esparza González. Habíamos vivido intensas experiencias, que nos permitieron organizar después a nuestros alumnos, como la participación en los torneos intramuros de basketball y de voleibol, que eran todo un acontecimiento para la ciudad y para nosotras, quienes por vez primera nos sentíamos protagonistas de un evento que brillaba por la deslumbrante sensación de desfilar con deportistas, a quienes ver jugar era una delicia. Además, otras virtudes se fueron agregando en nuestro carácter, como la pulcritud y precisión de los dibujos que hicimos con el Prof. Corral, pero nada como la exultante sensación que nos proporcionó al pertenecer al Orfeón y la Estudiantina con el profesor Óscar Malo. Asimismo, imposible olvidar a nuestra maestra de danza: Imelda Márquez, a quien nunca terminaríamos de agradecer el que nos haya hecho aprendernos los pasos de baile folklórico, tan indispensables en los festivales escolares.

Párrafos arriba dije que nos tocó un cambio de programa en las escuelas normales. Un cambio de paradigma. Los tres años de la licenciatura los pasamos estudiando en unos cuadernos de trabajo que nos llegaban de Normales como la de Ciudad Guzmán, y que ponían énfasis en despertar en nosotras el sentido comunitario e intentaban un perfil de egresados más preparado para ejercer su trabajo en rancherías y poblados pequeños. Esto causó cierta inquietud y molestia. Había opiniones encontradas, se sentía un cambio en el aire. Recuerdo haber participado en una polémica en clase sobre el uso de drogas alucinógenas. Claro, mi postura era reservada y prudente. Nuestras maestras dicen que fuimos una generación atenta y responsable. Nosotras decimos que agradecemos a cada maestro y maestra que fueron parte de nuestra formación.

La Normal del Estado en Aguascalientes surgió en el último tercio del siglo XIX, en 1878. Hay que considerar la corriente progresista que pensó en la educación de las mujeres como una necesidad imperiosa. Formar maestras, y educadoras, como una forma de impulsar el progreso de un Estado en pleno crecimiento. Voy a hablar de la generación a la que me correspondió pertenecer, entre los años 63 /69 y que estuvimos ocupando el edificio que ahora es el Museo de la Ciudad, sin darnos cuenta que era un privilegio. Nos tocó también ser parte de una transición en cuanto al programa que se llevaba a cabo en las Escuelas Normales. Nos correspondieron grandes acontecimientos a nivel internacional y nacional. En el 63, nos cimbró la noticia del asesinato de John F. Kennedy, en el 68, nos llegaron los ecos de la matanza de Tlatelolco, las noticias de los desaparecidos y los muertos, los aires de una nueva visión juvenil también: la “misa de juventud”.

Aquí nos habíamos ido formando, entre enseñanzas tradicionalistas y breves experiencias de novedad. Recuerdo ejemplos de heroica perseverancia en la vocación magisterial, como la maestra Conchita Maldonado, a quien, en 1964, llevaban en silla de ruedas hasta su escritorio y que impartió lecciones de español hasta los últimos días de su vida. De Rafaela Jiménez, que asistía a la Normal vistiendo el luto riguroso de su viudez reciente, nos llegaron los nostálgicos versos de Amado Nervo: “A mí me gustan las tardes grises, las melancólicas, las heladas, en que los cierzos tiemblan de frío, en que los vientos gimiendo pasan, en que las aves, bajo las frondas, el pico esconden bajo del ala”. Estaban también las señoras maestras que nos dieron clase: Sra. Briseño, la Sra. Rodríguez, la Sra. Cuca Álvarez, la Sra. Gelos, ¿Es qué no eran maestras?, le pregunté en la entrevista que me concedió hace algunos años la profesora Anita Ramírez Alonso (recientemente fallecida). –“Claro que sí, eran maestras, egresadas de la misma escuela Normal, pero ellas se sentían más honradas de ser llamadas señoras”. La Normal nos dio la oportunidad de vivir seis años inolvidables. Decía Don Alejandro Topete del Valle, nuestro maestro de Historia, que “entrábamos como capullos y emergíamos como rosas”, lo cual era una manera gentil de dar cuenta de nuestra madurez. Habíamos estudiado etimologías griegas, con un sistema de preguntas por equipos, gracias a maestras como Esperanza Andrade; habíamos tenido una probada inolvidable de Federico García Lorca, gracias a la puesta en escena de La casa de Bernarda Alba”, con la Sra. Gelos, nuestra maestra de teatro, esposa de Víctor Sandoval. Habíamos tenido un poco de análisis cinematográfico, gracias a la maestra Lupita Serna, con el examen de los lenguaje gráfico y simbólico en la película Días de otoño. Y habíamos estudiado materias específicas para ejercer la docencia: Psicología, Historia de la educación en México, Técnica de la enseñanza y…las Prácticas, que si algo nos enseñaron fue a entrever el mundo difícil y complejo, pero apasionante, de la enseñanza. Nos urgía salir al mundo y trabajar, transformar el medio, como nos habían dicho. “Con juicio, sentido común”, nos repetía el maestro Federico Esparza González. Habíamos vivido intensas experiencias, que nos permitieron organizar después a nuestros alumnos, como la participación en los torneos intramuros de basketball y de voleibol, que eran todo un acontecimiento para la ciudad y para nosotras, quienes por vez primera nos sentíamos protagonistas de un evento que brillaba por la deslumbrante sensación de desfilar con deportistas, a quienes ver jugar era una delicia. Además, otras virtudes se fueron agregando en nuestro carácter, como la pulcritud y precisión de los dibujos que hicimos con el Prof. Corral, pero nada como la exultante sensación que nos proporcionó al pertenecer al Orfeón y la Estudiantina con el profesor Óscar Malo. Asimismo, imposible olvidar a nuestra maestra de danza: Imelda Márquez, a quien nunca terminaríamos de agradecer el que nos haya hecho aprendernos los pasos de baile folklórico, tan indispensables en los festivales escolares.

Párrafos arriba dije que nos tocó un cambio de programa en las escuelas normales. Un cambio de paradigma. Los tres años de la licenciatura los pasamos estudiando en unos cuadernos de trabajo que nos llegaban de Normales como la de Ciudad Guzmán, y que ponían énfasis en despertar en nosotras el sentido comunitario e intentaban un perfil de egresados más preparado para ejercer su trabajo en rancherías y poblados pequeños. Esto causó cierta inquietud y molestia. Había opiniones encontradas, se sentía un cambio en el aire. Recuerdo haber participado en una polémica en clase sobre el uso de drogas alucinógenas. Claro, mi postura era reservada y prudente. Nuestras maestras dicen que fuimos una generación atenta y responsable. Nosotras decimos que agradecemos a cada maestro y maestra que fueron parte de nuestra formación.