/ viernes 24 de septiembre de 2021

Taza de Soles | 'Con la sed en los labios'

Como sabemos, el Pabellón Antonio Acevedo Escobedo es un edificio situado en la zona centro de la ciudad, cerca de la calle El Codo. Pero, ¿cuántas veces hemos entrado ahí en busca de un libro? Si no lo has hecho hasta ahora, después de 33 años de existencia del Pabellón, que alberga extraordinarios tesoros bibliográficos, te has perdido de algo. Por ejemplo, de conocer la edición autografiada del único libro de poemas -publicado en 1919- que surgió de la pluma de Enrique Fernández Ledesma. Un ejemplar que cuenta con una dedicatoria manuscrita del autor, que fue redactada para estimular la trayectoria literaria de un -entonces joven- Antonio Acevedo Escobedo. Eran los años treinta del siglo pasado. Un año antes el escritor, originario de Pinos, Zac., había sido nombrado director de la Biblioteca Nacional de México, mientras que AAE era un flamante cronista de cine de 21 años. Un joven que trabajaba en la imprenta de José Vasconcelos, pero que desde los diez y seis años ya se desempeñaba como jefe de información del diario “Renacimiento” en la ciudad de México. ¿Le habría mostrado a su coterráneo sus primeros relatos que verían la luz cinco años después? Posiblemente sí, puesto que la dedicatoria es muy clara al respecto. La transcribo: “Mi querido amigo Antonio Acevedo Escobedo, con mis mejores vaticinios puestos en su vocación literaria, que será el aval de una brillante carrera. Con mi afecto cada vez mayor y las consideraciones a su amistad”. Firma: Enrique Fernández Ledesma. México, 1930. Si estamos conscientes, que como se asienta en las actas correspondientes, el firmante tenía en esos momentos 44 años -pues había nacido en 1886, y no en 1888, como asume la mayor parte de sus biógrafos- la diferencia de edades era considerable, lo cual hace más valioso el visionario y certero vaticinio y la amistad entre ambos personajes de las letras hidrocálidas. Y pues ahí está- con la dedicatoria- una brecha abierta al investigador literario, o al simple lector ¿O no se le antoja a usted, que apenas abre el libro de Enrique Fernández Ledesma y lo empieza a hojear y a ojear, encontrarle todos los secretos escondidos, además de los evidentes? Porque los evidentes son las imágenes que adornan el texto: la portada debida a Saturnino Herrán, el ex libris, grabado de Gabriel, su hermano, los pequeños grabados de David Alfaro Siqueiros, el introito o introducción en verso de Ramón López Velarde. Una verdadera joya de libro como objeto. Una verdadera demostración de cooperación artística y amistosa. ¿Y los escondidos? ¿Podríamos conjeturar en una influencia, o en una línea de continuidad entre la escritura de un poeta como Enrique y un narrador como Antonio? Resulta por lo menos interesante. Veamos un fragmento de un poema del autor de Con la sed en los labios y luego comparemos con un fragmento del autor de Sirena en el aula.

De “Mis ojos van a ti”

Para la calle ilustre/de la ciudad (paseo provinciano,/escaparate de las inocentes/locuras femeninas, y fracaso/de bulevar) pasan las señoritas/del pueblo: ojos de paz; rostros simpáticos,/siluetas lugareñas/sabidas de memoria; anhelos cándidos/de exhibición… Desfilan en un grupo/feliz, con un escándalo/de telas albëantes de reflejos:/un oleaje claro

de encajes y de gasa/que reverbera al sol meridïano.//

Mis ojos van guardando/esta visión de paz, este sedante/capuz de luto, estos sedeños paños/que llevas con la gracia imponderable/de tu ciencia moderna; estos ingrávidos pliegues, /en que se ahueca vagamente/el minúsculo triángulo/que tus muslos dibujan al moverse/cuando caminas; este cuello blanco/y fino, circundado por la gola/a lo Médicis; este gentil garbo/tan tuyo, con que empuñas la sombrilla/como cetro; este rastro/

casi tangible, en el que abriste el aire/a tu paso…//

Un poema que oscila también entre la irónica crónica de un rincón provinciano, donde el poeta se transforma en fotógrafo de una realidad que resulta refrescante ante sus ojos. Ahora la comparación con un fragmento de “Sirena en el aula” de AAE

“Flotando como sirena en aquel mar de buenos colores y rebeldes sonidos, esbelta, rotunda de perfecciones, con cabellera alborotada y el otro océano de los ojos llenos de humedad y frescura netamente submarinas, se dejaba mecer por el dichoso oleaje de mi hallazgo la figura mitológica -y tan cierta y amada- de Yula”.

Es el final de un relato en donde el protagonista embellece la realidad prosaica de una escuela primaria, con sus niños y su alboroto, con la presencia poética de las sirenas, que aparecen,-cómo no- por cualquier lado: Conclusión: los dos escritores bordean los límites de los géneros. Clara muestra de continuidad de escrituras.

No me queda más que reiterarle la invitación. El Pabellón tiene tesoros evidentes y también escondidos. Dese la oportunidad. Aquí lo esperan Alejandra Chávez, su equipo y mucho, mucho por descubrir.

Como sabemos, el Pabellón Antonio Acevedo Escobedo es un edificio situado en la zona centro de la ciudad, cerca de la calle El Codo. Pero, ¿cuántas veces hemos entrado ahí en busca de un libro? Si no lo has hecho hasta ahora, después de 33 años de existencia del Pabellón, que alberga extraordinarios tesoros bibliográficos, te has perdido de algo. Por ejemplo, de conocer la edición autografiada del único libro de poemas -publicado en 1919- que surgió de la pluma de Enrique Fernández Ledesma. Un ejemplar que cuenta con una dedicatoria manuscrita del autor, que fue redactada para estimular la trayectoria literaria de un -entonces joven- Antonio Acevedo Escobedo. Eran los años treinta del siglo pasado. Un año antes el escritor, originario de Pinos, Zac., había sido nombrado director de la Biblioteca Nacional de México, mientras que AAE era un flamante cronista de cine de 21 años. Un joven que trabajaba en la imprenta de José Vasconcelos, pero que desde los diez y seis años ya se desempeñaba como jefe de información del diario “Renacimiento” en la ciudad de México. ¿Le habría mostrado a su coterráneo sus primeros relatos que verían la luz cinco años después? Posiblemente sí, puesto que la dedicatoria es muy clara al respecto. La transcribo: “Mi querido amigo Antonio Acevedo Escobedo, con mis mejores vaticinios puestos en su vocación literaria, que será el aval de una brillante carrera. Con mi afecto cada vez mayor y las consideraciones a su amistad”. Firma: Enrique Fernández Ledesma. México, 1930. Si estamos conscientes, que como se asienta en las actas correspondientes, el firmante tenía en esos momentos 44 años -pues había nacido en 1886, y no en 1888, como asume la mayor parte de sus biógrafos- la diferencia de edades era considerable, lo cual hace más valioso el visionario y certero vaticinio y la amistad entre ambos personajes de las letras hidrocálidas. Y pues ahí está- con la dedicatoria- una brecha abierta al investigador literario, o al simple lector ¿O no se le antoja a usted, que apenas abre el libro de Enrique Fernández Ledesma y lo empieza a hojear y a ojear, encontrarle todos los secretos escondidos, además de los evidentes? Porque los evidentes son las imágenes que adornan el texto: la portada debida a Saturnino Herrán, el ex libris, grabado de Gabriel, su hermano, los pequeños grabados de David Alfaro Siqueiros, el introito o introducción en verso de Ramón López Velarde. Una verdadera joya de libro como objeto. Una verdadera demostración de cooperación artística y amistosa. ¿Y los escondidos? ¿Podríamos conjeturar en una influencia, o en una línea de continuidad entre la escritura de un poeta como Enrique y un narrador como Antonio? Resulta por lo menos interesante. Veamos un fragmento de un poema del autor de Con la sed en los labios y luego comparemos con un fragmento del autor de Sirena en el aula.

De “Mis ojos van a ti”

Para la calle ilustre/de la ciudad (paseo provinciano,/escaparate de las inocentes/locuras femeninas, y fracaso/de bulevar) pasan las señoritas/del pueblo: ojos de paz; rostros simpáticos,/siluetas lugareñas/sabidas de memoria; anhelos cándidos/de exhibición… Desfilan en un grupo/feliz, con un escándalo/de telas albëantes de reflejos:/un oleaje claro

de encajes y de gasa/que reverbera al sol meridïano.//

Mis ojos van guardando/esta visión de paz, este sedante/capuz de luto, estos sedeños paños/que llevas con la gracia imponderable/de tu ciencia moderna; estos ingrávidos pliegues, /en que se ahueca vagamente/el minúsculo triángulo/que tus muslos dibujan al moverse/cuando caminas; este cuello blanco/y fino, circundado por la gola/a lo Médicis; este gentil garbo/tan tuyo, con que empuñas la sombrilla/como cetro; este rastro/

casi tangible, en el que abriste el aire/a tu paso…//

Un poema que oscila también entre la irónica crónica de un rincón provinciano, donde el poeta se transforma en fotógrafo de una realidad que resulta refrescante ante sus ojos. Ahora la comparación con un fragmento de “Sirena en el aula” de AAE

“Flotando como sirena en aquel mar de buenos colores y rebeldes sonidos, esbelta, rotunda de perfecciones, con cabellera alborotada y el otro océano de los ojos llenos de humedad y frescura netamente submarinas, se dejaba mecer por el dichoso oleaje de mi hallazgo la figura mitológica -y tan cierta y amada- de Yula”.

Es el final de un relato en donde el protagonista embellece la realidad prosaica de una escuela primaria, con sus niños y su alboroto, con la presencia poética de las sirenas, que aparecen,-cómo no- por cualquier lado: Conclusión: los dos escritores bordean los límites de los géneros. Clara muestra de continuidad de escrituras.

No me queda más que reiterarle la invitación. El Pabellón tiene tesoros evidentes y también escondidos. Dese la oportunidad. Aquí lo esperan Alejandra Chávez, su equipo y mucho, mucho por descubrir.