/ viernes 15 de octubre de 2021

Taza de soles | Con el debido respeto a la naturaleza de los animales

En el 2019, poco antes de la pandemia, tomé un curso en el CIELA, Fraguas, sobre literatura norteamericana, con el doctor Alejandro García Ortega (un curso magnífico, cuyo programa contemplaba las altas cumbre de la narrativa del país del Norte, desde Nathaniel Hawthorne hasta Joyce Carol Oates, pasando por Hemingway, Jonathan Franzen y David Foster Wallace, entre otros). Podría relatarles muchas de las enseñanzas que me dejó ese curso, pero por ahora me limitaré a recordar una historia real que conocí gracias a la especial perspicacia del doctor Alejandro, que sabe combinar los análisis literarios, con las anécdotas vivenciales de los escritores, cuando el caso así lo amerita. La historia que relato a continuación me impactó de manera específica.

David Foster Wallace, un escritor profundamente crítico de la sociedad consumista, quien a los 20 años sufrió una depresión que se trató con medicamentos y que se suicidó en el 2008, a los 46 años, fue un hombre singular. Su amigo y colega escritor Jonathan Franzen llegó a decir: "David murió de aburrimiento y desesperación por sus novelas futuras". Un detalle destacable es que tuvo como una de sus grandes aficiones avistar pájaros en libertad. De hecho, se sabía que aceptaba invitaciones para festivales literarios en función de la proximidad o no de un parque natural con riqueza ornitológica. “Soy capaz de observar aves durante doce horas seguidas –aseguraba–, y no me cansa, me sume en un estado de felicidad”.

Traigo a colación esta anécdota, ahora que quiero profundizar en un proyecto literario del que ya había hecho mención en mi artículo de la semana pasada. Jaulérica vida. Compilación y edición de textos de Ana Leticia Romo. Una propuesta para dar voz a animales en cautiverio. Treinta voces, entre narradores y poetas se dan cita en este libro que ya está circulando por las redes a partir de la descarga en Amazon. Es un texto destinado a poner sobre la mesa de discusión, qué tanto derecho tenemos los seres humanos para privar de libertad a los animales, reduciendo sus posibilidades de vida, puesto que Ana Leticia nos informa de las continuas muertes de los animales que alberga el zoológico del Parque Rodolfo Landeros; reduciendo sus posibilidades de movimiento, como se recrea en uno de los relatos, cuyo título es por demás explícito “Ya no bailo”; reduciendo sus posibilidades de identidad, como se formula en el cuento “¿Quién soy?”. En fin, reduciendo sus medios de bienestar y reproducción. Todo apunta hacia un alejamiento de la vida silvestre, de la que gozaban en sus ambientes naturales. Nada que ver con ese estado de placidez que los animales en libertad son capaces de provocar aun en los seres más deprimidos, como el escritor al que aludo en los primeros párrafos.

Y es que aquí vale la pena escuchar a Ana Leticia Romo, quien en la introducción al texto Jaulérica vida hace varias reflexiones que retoman los propósitos originales que orientaron a organismos como la ONU a recomendar estos sitios como una especie de “Arca de Noé” que ayudará a la preservación de las variedades animales. “Para cumplir con estos objetivos no solamente se tendría que aumentar el compromiso en la conservación de estas especies, si no que esto se tendría que acompañar con el desarrollo de programas de que inculcaran en la población preocupaciones medioambientales locales y globales; se tendría que aprovechar el poder colectivo de los gobiernos para informar y sensibilizar en el cambio político en relación al medio ambiente”.

Y no solamente hace Ana Leticia estas reflexiones. Sobre todo, deja en claro a través de varios cuestionamientos muy directos, que si escucháramos a los animales, éstos nos interpelarían con una voz que revela angustia, desánimo, rebeldía y enojo. Sentimientos que no están lejos de nosotros, como nos dejan saber también las vidas de esos seres sensibles que son los artistas y para quienes la vida sobre la tierra, tal como la vivimos actualmente, se convierte en una carga casi insoportable de llevar.

Biografías de escritores como Foster Wallace, capaces de escribir novelas como La broma infinita (1996), que ha sido considerada por la revista Time una de las cien mejores novelas escritas en lengua inglesa, y cuya esposa pidió a su amigo Jonathan Frazer que llevara sus cenizas a una isla desierta situada al sur de la Patagonia, nos dejan vislumbrar un misterio. Nos hablan de anhelos de integración y regreso a la naturaleza. Si esto lo pueden sentir vivamente algunos seres humanos ¿Cómo será la nostalgia de los animales?

Si los zoológicos tienen el propósito de revelar el misterio de la naturaleza animal, lo menos que podrían hacer quienes los administran es mostrar un poco de respeto hacia ella. Quizá no sea descabellado escuchar a los niños pequeños, cuando lloran por la muerte de sus mascotas y han llegado a pensar y a decir que son como seres humanos.

En el 2019, poco antes de la pandemia, tomé un curso en el CIELA, Fraguas, sobre literatura norteamericana, con el doctor Alejandro García Ortega (un curso magnífico, cuyo programa contemplaba las altas cumbre de la narrativa del país del Norte, desde Nathaniel Hawthorne hasta Joyce Carol Oates, pasando por Hemingway, Jonathan Franzen y David Foster Wallace, entre otros). Podría relatarles muchas de las enseñanzas que me dejó ese curso, pero por ahora me limitaré a recordar una historia real que conocí gracias a la especial perspicacia del doctor Alejandro, que sabe combinar los análisis literarios, con las anécdotas vivenciales de los escritores, cuando el caso así lo amerita. La historia que relato a continuación me impactó de manera específica.

David Foster Wallace, un escritor profundamente crítico de la sociedad consumista, quien a los 20 años sufrió una depresión que se trató con medicamentos y que se suicidó en el 2008, a los 46 años, fue un hombre singular. Su amigo y colega escritor Jonathan Franzen llegó a decir: "David murió de aburrimiento y desesperación por sus novelas futuras". Un detalle destacable es que tuvo como una de sus grandes aficiones avistar pájaros en libertad. De hecho, se sabía que aceptaba invitaciones para festivales literarios en función de la proximidad o no de un parque natural con riqueza ornitológica. “Soy capaz de observar aves durante doce horas seguidas –aseguraba–, y no me cansa, me sume en un estado de felicidad”.

Traigo a colación esta anécdota, ahora que quiero profundizar en un proyecto literario del que ya había hecho mención en mi artículo de la semana pasada. Jaulérica vida. Compilación y edición de textos de Ana Leticia Romo. Una propuesta para dar voz a animales en cautiverio. Treinta voces, entre narradores y poetas se dan cita en este libro que ya está circulando por las redes a partir de la descarga en Amazon. Es un texto destinado a poner sobre la mesa de discusión, qué tanto derecho tenemos los seres humanos para privar de libertad a los animales, reduciendo sus posibilidades de vida, puesto que Ana Leticia nos informa de las continuas muertes de los animales que alberga el zoológico del Parque Rodolfo Landeros; reduciendo sus posibilidades de movimiento, como se recrea en uno de los relatos, cuyo título es por demás explícito “Ya no bailo”; reduciendo sus posibilidades de identidad, como se formula en el cuento “¿Quién soy?”. En fin, reduciendo sus medios de bienestar y reproducción. Todo apunta hacia un alejamiento de la vida silvestre, de la que gozaban en sus ambientes naturales. Nada que ver con ese estado de placidez que los animales en libertad son capaces de provocar aun en los seres más deprimidos, como el escritor al que aludo en los primeros párrafos.

Y es que aquí vale la pena escuchar a Ana Leticia Romo, quien en la introducción al texto Jaulérica vida hace varias reflexiones que retoman los propósitos originales que orientaron a organismos como la ONU a recomendar estos sitios como una especie de “Arca de Noé” que ayudará a la preservación de las variedades animales. “Para cumplir con estos objetivos no solamente se tendría que aumentar el compromiso en la conservación de estas especies, si no que esto se tendría que acompañar con el desarrollo de programas de que inculcaran en la población preocupaciones medioambientales locales y globales; se tendría que aprovechar el poder colectivo de los gobiernos para informar y sensibilizar en el cambio político en relación al medio ambiente”.

Y no solamente hace Ana Leticia estas reflexiones. Sobre todo, deja en claro a través de varios cuestionamientos muy directos, que si escucháramos a los animales, éstos nos interpelarían con una voz que revela angustia, desánimo, rebeldía y enojo. Sentimientos que no están lejos de nosotros, como nos dejan saber también las vidas de esos seres sensibles que son los artistas y para quienes la vida sobre la tierra, tal como la vivimos actualmente, se convierte en una carga casi insoportable de llevar.

Biografías de escritores como Foster Wallace, capaces de escribir novelas como La broma infinita (1996), que ha sido considerada por la revista Time una de las cien mejores novelas escritas en lengua inglesa, y cuya esposa pidió a su amigo Jonathan Frazer que llevara sus cenizas a una isla desierta situada al sur de la Patagonia, nos dejan vislumbrar un misterio. Nos hablan de anhelos de integración y regreso a la naturaleza. Si esto lo pueden sentir vivamente algunos seres humanos ¿Cómo será la nostalgia de los animales?

Si los zoológicos tienen el propósito de revelar el misterio de la naturaleza animal, lo menos que podrían hacer quienes los administran es mostrar un poco de respeto hacia ella. Quizá no sea descabellado escuchar a los niños pequeños, cuando lloran por la muerte de sus mascotas y han llegado a pensar y a decir que son como seres humanos.