Guillermo Baltazar
Juez del Juzgado 5º de Distrito en Aguascalientes
“Agua que no has de beber, déjala correr.” Todos lo hemos escuchado.
Un refrán que significa, que si algo no nos afecta, no debemos meternos en problemas ajenos. ¿Para qué inmiscuirse? Después de todo, nadie quiere parecer entrometido.
Aunque a veces hay cosas que no parecen afectarnos. Pero sí nos afectan, y mucho.
Cuando se trata de la salud de otros, del patrimonio ajeno, su casa, su coche, su trabajo, o en general sus derechos, pareciera que no hay que intervenir.
Aunque no es lo mismo cuando se trata de lo propio. Porque entonces sí, nos aprestamos a defender lo que es nuestro.
Y si debemos defender nuestros derechos cuando algo los vulnera, lógico es que también debemos defendernos de lo que parece que algo no nos perjudica, pero sí.
Y estoy hablando de la reforma judicial propuesta a iniciativa del presidente de México, y que se ha discutido ampliamente en estos días.
¿Usted piensa que la reforma judicial no le afecta, ni le beneficia en nada?
Pues no de inicio, ¿verdad? Porque ciertamente los ministros, consejeros, magistrados y jueces, nos parecen muy lejanos. Los sentimos muy ajenos.
Son lejanos personajes que despachan asuntos de divorcios, embargos, amparos, desalojos o herencias.
Son como el refrán que dice: “Santo que no es visto, no que es adorado.”
Así los juzgadores, ni nos van ni nos vienen.
Desde esa lejanía, vemos con indiferencia cualquier cosa relacionada con la reforma judicial.
Porque finalmente, ¿en qué podría afectarnos?
Tenemos salud, una pensión si ya somos adultos mayores. Un patrimonio. La casa, el coche. Gozamos de libertades de todo tipo. Podemos trasladarnos, reunirnos, expresarnos y elegir; o bien, trabajamos y tenemos lo necesario…
Pero, ¿qué tanto o en qué medida influye el trabajo de los juzgadores para que tengamos –en mayor o menor medida-, ese relativo bienestar?
Pues yo diría que mucho. Los ministros, magistrados y jueces, contribuyen con sus sentencias a que tengamos esa salud, esa pensión, el patrimonio y las libertades que nos brindan tranquilidad y estabilidad.
Esos juzgadores pronuncian diariamente, sentencias que obligan a las instituciones públicas de salud a proporcionar la atención médica y los medicamentos que de otra forma, no se habrían proporcionado a los gobernados.
Muchísimas pensiones se pagan porque un juez concedió el amparo a quien no la recibía.
Otras sirven para proteger el medio ambiente en el que vivirán nuestros hijos.
Diariamente se castigan delitos, se adjudican herencias, se resuelven juicios laborales, mercantiles, de contratos, de inmuebles.
Todos los días, cientos de personas a las que injustamente se privó de su libertad, su casa o su auto, su trabajo o cualquiera de sus derechos, logran recuperarlo por la sentencia de un juzgado o tribunal.
En resumen, buena parte del bienestar que tenemos, del patrimonio, los derechos y las libertades de que gozamos, tiene alguna relación con el trabajo de los ministros, consejeros, magistrados y jueces.
Pero ¿por qué?, podemos pensar. Allá ellos.
Si no somos conflictivos, no tenemos pleitos con nadie. Nunca hemos pisado un juzgado, ni siquiera hemos conocido a ningún juzgador.
Pues no por eso; sino por la misma razón por la que nos beneficia o perjudica el buen o mal trabajo de todos nuestros servidores públicos.
Porque el trabajo de las autoridades es necesario para tener una buena calidad de vida. En paz, bienestar y para una convivencia pacífica y con seguridad jurídica y social.
Sólo que no notamos el trabajo de los juzgadores porque rara vez se les menciona.
Pero aunque nuestras leyes se hicieron para protegernos de las injusticias; no actúan solas.
Alguien tiene que aplicarlas. Analizar los casos. Sentenciar. Darle la razón al que la tenga.
O sea que nuestras leyes sólo funcionan cuando se aplican a través de miles y miles de sentencias que diariamente se pronuncian en los cientos de juzgados y tribunales de justicia de todo nuestro México, protegiendo derechos, resolviendo pleitos, impartiendo justicia.
Entonces, los ministros, magistrados y jueces, no están tan lejos de nosotros, como de inicio pensábamos.
Por eso la reforma judicial sí nos afecta. Tanto como si se tratara de reformar nuestro sistema para elegir presidente, senadores, diputados, gobernadores o alcaldes.
Los juzgadores, aunque no los veamos, están entre nosotros, trabajan para nosotros y gracias a su trabajo –entre otros muchos factores-, contamos con un ambiente de seguridad jurídica y respeto a nuestros derechos y libertades.
Ahora le pregunto, ¿qué opina del aspecto quizá más importante de la reforma judicial?
Es decir, en que los ciudadanos, a través de nuestro voto, designemos a los ministros, magistrados y jueces.
En las urnas, en vez de hacerlo, como ahora, a través de una carrera judicial.
O sea, de un sistema en el que los más preparados durante años de trabajo, son designados por exámenes rigurosos y cuya experiencia y profesionalismo garantizan su buen desempeño.
Porque si los eligiéramos por voto popular, lo primero que lógicamente nos preguntaríamos es:
¿Por quién votaremos?
¿Por algún deportista, un cantante, o algún político? ¿O podría ser algún empresario, periodista o activista social?
Pues lo cierto es que con la reforma judicial, no votaríamos por ninguno de ellos.
Elegiríamos a nuestros juzgadores de entre los candidatos que los tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), propusieran.
Entonces, ¿a quiénes se propondría? Pues obviamente no a quienes puedan ser incómodos; o personajes medianamente neutrales; ya ni hablar de los enemigos políticos, independientemente de si son o no honestos y profesionalmente competentes.
Es fácil suponer que se designará a los amigos, a los cercanos, a los leales. Los amigos de tiempo, los compadres. Los de afinidad ideológica, correligionarios, los parientes, los que indiquen los intereses de la política.
Alguien que más adelante pueda echarnos la mano, si lo necesitamos.
El problema entonces es que ese juzgador no podrá prometernos imparcialidad.
Y lo más grave, que a quien no nos promete imparcialidad, tampoco nosotros podremos reconocerle legitimidad. La cualidad de ser legítimo. La capacidad de obtener obediencia, sin recurrir a la coacción.
¿O podemos suponer que fallará contra sus benefactores, aquéllos a quienes debe su cargo, si éstos se involucran en un juicio? Lógicamente, no. Resolverá a favor del grupo o político que lo apoyó, gracias a quien ocupa el honorable cargo de juzgador; nunca en su contra.
Por eso el aspecto de la elección de juzgadores por voto popular es tan importante y controvertido.
Porque la elección popular de los juzgadores, nos dejaría sin jueces con garantía de profesionalismo, experiencia y preparación. De servidores públicos independientes, valientes e imparciales. Sus intereses comprensiblemente, siempre se sospecharían, -cuando no se demostrarían-, identificados y comprometidos con el de quienes lo favorecieron.
Eso socavaría gravemente su legitimidad. Si el juzgador no es elegido por carrera judicial, sino por el voto popular, ya de inicio su legitimación se ve disminuida. No se confía en él. Se le presupone parcial. Y de hecho lo será.
Y eso acarreará graves inconformidades, individuales e incluso sociales. Los tribunales y juzgados que ventilan los juicios, funcionan como una válvula de desahogo de presión social. Cuando los asuntos reciben sentencia, las partes ven resueltos sus conflictos, en forma favorable o no, el asunto fue resuelto por quien tiene la función y la capacidad para hacerlo.
Pero eso no sucede si de antemano se desconfía de los juzgadores. La sentencia se sospecha desleal de origen; y precisamente esa deslegitimación de los jueces, puede llevar a que los gobernados se hagan justicia por propia mano.
Un juez elegido por voto popular no podrá contar con la legitimación de un juez de carrera, elegido sólo por sus conocimientos, profesionalismo y estudios; por los méritos propios. Alguien confiable y honesto, porque no tiene vínculos conocidos con alguna de las partes, o pertenece a grupo político alguno.
Pero sobre todo, un juez de quien podemos prometernos objetividad, independencia e imparcialidad.
Y vienen más problemas, por ejemplo: ¿Quiénes podrían ocupar esos cargos? ¿Los abogados más reconocidos de determinadas ciudades o localidades? Pero es un hecho que ellos han dedicado su tiempo a la práctica de determinadas materias, las que han sido de su agrado. No a todas. Tendrían que estar dispuestos a la práctica cotidiana y absorbente de todas las materias que un juzgador debe dominar.
Además, de todos ellos deberíamos esperar que durante su función jurisdiccional, no favorezcan los intereses de su propio despacho, o que no perjudiquen los intereses de su competencia. Exigencias en fin, difíciles de cumplir.
Y si quieren permanecer en el cargo, constantemente deberán emitir fallos que los mantengan en gracia de sus votantes. Tengan o no la razón. ¿Estarán dispuestos a favorecer a quienes no votaron por ellos?
Peor todavía, se ha manejado por los autores de la iniciativa, que los jueces elegidos por voto popular, no tendrían por qué tener ninguna experiencia profesional. Vamos, ni siquiera requerirían el título profesional de abogado, porque la impartición de justicia, no tiene chiste, ni complejidad alguna.
Aquí vale la pena considerar que nuestras leyes cuentan literalmente con una tradición de miles de años. Debido a nuestra historia colonial, muchos principios generales de la justicia mexicana nos vienen del derecho romano, a través del español, italiano y francés.
Pero obviamente el derecho evoluciona, como todas las ciencias. Avanza y se hace más complejo. Incorpora tecnologías, regula situaciones y soluciona problemáticas jurídicas antes inexistentes, incluso impensables.
Es lógico que las universidades no pudieran inculcarlos, a través de un conocimiento profundo en todos los campos del derecho, desde el derecho penal, civil, mercantil y familiar, laboral o administrativo, hasta los más modernos, como el corporativo, fiscal o el variadísimo y complejo litigio internacional. Naturalmente, los alumnos de licenciatura en derecho no podrían absorberlo todo en un lapso de durante un tiempo de cinco años,
Menos aún podría pensarse en que una persona totalmente ajena a la función judicial –sólo por su recta intención de lograrlo-, pueda resolver correctamente y con justicia, ni aún los casos más sencillos.
Sería como pretender que usted o yo pudiéramos, por sólo desearlo, practicar cirugías, construir vialidades, dirigir bancos o empresas o manejar barcos o aviones. Imagine cualquier actividad que requiera cierta preparación. El aprendizaje y la experiencia son necesarios en todos los ámbitos.
No basta el sólo deseo de hacer las cosas. Hay que saber cómo hacerlas, aprenderlo desde lo más elemental y avanzar hacia los aspectos más complejos de cada actividad. Adquirir la sensibilidad para impartir justicia es algo que requiere años de estudios y práctica; no puede simplemente adquirirse por haber sido favorecido con el voto popular.
Algo parecido le dijo el Quijote a Sancho Panza antes de que fuese a gobernar la ínsula:
“1. Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos.”
La ley del encaje, recordemos, es la sentencia que dicta un juez, por lo que él ha encajado en su cabeza, sin tener en cuenta las leyes establecidas.
A ojo de buen cubero, diríamos los mexicanos.
En conclusión, no puede esperarse que esta reforma judicial pueda solucionar (sino que sólo empeoraría) las condiciones de administración de justicia en nuestro país.
Mención especial merece la impresionante, pero absurda logística que implicaría la elección popular de estos funcionarios.
Sólo en el Estado de Aguascalientes, y hablando de los juzgadores federales, existen 27 cargos entre magistrados de circuito y jueces de distrito. Los juzgadores del Supremo Tribunal de Justicia del Estado, son 52 aproximadamente.
Estos prestan servicio a todos los habitantes del Estado, pero de entre ellos, el padrón de la lista nominal del Instituto Nacional Electoral, actualmente es de sólo 1,087,280 votantes.
Eso significa que se requeriría imprimir 15,221,280 boletas para elegir a los juzgadores federales, a un costo de aproximadamente treinta y tres millones de pesos, para elegir entre 162 candidatos para juzgadores del Poder Judicial de la Federación, sólo en esta entidad federativa. Y 48,927,600 boletas para elegir a los juzgadores locales, a un costo de 107 millones de pesos, para elegir entre 312 candidatos para juzgadores del Supremo Tribunal de Justicia del Estado.
Así, cada votante recibiría 59 boletas, y antes de votar, tendría que analizar las propuestas campaña de 474 candidatas y candidatos. A un irreflexivo ritmo de medio minuto por cada uno, tardaría en votar casi media hora.
Entonces, si designar jueces por elección popular, no es la solución, ¿qué puede proponerse para mejorar la justicia mexicana?
Pues varias cosas:
1.- Incorporar a nivel constitucional, la asignación de un determinado porcentaje del presupuesto de egresos de cada año, exclusivamente para la creación, modernización y eficientización de los tribunales y juzgados. Que tanto a nivel federal como estatal, exista una infraestructura suficiente que pueda crecer rápida y organizadamente para atender con prontitud y cercanía el cada vez mayor número de casos que demanda la cada vez mayor judicialización de los conflictos sociales en el país.
2.- Asimismo, garantizar el fortalecimiento de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para que ante la negativa del cuerpo legislativo a aceptar la propuesta del titular del Ejecutivo, la designación directa de sus integrantes recaiga en los ministros en funciones, para recaer en alguno de los magistrados de circuito ratificados, de entre los que con mejor trayectoria y desempeño profesional, proponga el propio Máximo Tribunal.
3.- Desarrollar ampliamente las atribuciones, la infraestructura y los recursos humanos, informáticos y materiales de todas las áreas de primer contacto con la sociedad. Que la gente encuentre auxilio inmediato y puntual en más defensorías públicas y asesorías públicas, para que los auxilien con la gestión jurídica de los problemas de cualquier índole.
4.- Modernizar, ampliar y desarrollar exponencialmente los recursos materiales y humanos con que cuentan las fiscalías del ámbito federal y local. Que la investigación y persecución de los delitos pueda llevarse a cabo por las personas más preparadas, con salarios acordes con su preparación y con las mejores herramientas que la tecnología y la ciencia puedan proporcionar, para que los delincuentes vean disminuida la probabilidad de salir impunes de sus crímenes y a su vez, las víctimas y ofendidos puedan ser adecuadamente resarcidas.
5.- Crear cuerpos especiales de policía de investigación, mejor remunerados y equipados, para el combate incluso a través de medios de inteligencia, de cierto tipo de delitos de alto impacto, como homicidios, violaciones y secuestros.
6.- Creación de mejores herramientas de reinserción social en todos los centros de reclusión, a través de todos los recursos de reeducación y capacitación para el trabajo y la convivencia social.
7.- Que constitucionalmente se obligue a todos los estados, a que se establezca la colegiación obligatoria de los abogados, a fin de que los colegios de abogacía coadyuven en la vigilancia de la conducta profesional de sus agremiados y en caso de ser expulsados de la agrupación respectiva, sean privados del ejercicio de su título profesional, ya sea temporal o definitivamente.
8.- Aumentar el nivel académico de los alumnos de las escuelas de derecho en todas las universidades, incluso mediante la incorporación de cursos y exámenes de ética profesional para sus egresados, a fin de procurar un desempeño de intachable honorabilidad y responsabilidad.
9.- Incorporar a nuestras leyes, en vía de reformas tendientes a su actualización y modernización constante, de los criterios que establezcan en definitiva la Suprema Corte de Justicia de la Nación y los Plenos Regionales, para disminuir los vacíos de la ley y los márgenes de interpretación que dan lugar a estrategias deshonestas de las partes en los juicios.
Existen aún muchas necesidades y temas pendientes de atender; sin embargo, es evidente que, al menos en los términos en que fue planteada, la reforma judicial no puede ser la solución a los problemas de justicia en México.