/ lunes 22 de noviembre de 2021

En contra del poder absoluto

Este 20 de noviembre de 2021 conmemoramos 111 años del inicio de la Revolución Mexicana, un evento que sentaría las bases sociales y políticas de nuestro país, sustentadas en el anhelo de construir un gobierno democrático y una dinámica más justa en el campo. Francisco I. Madero fue una de las figuras más importantes, pero también más controvertidas en el complejo contexto de este conflicto, del que fue su punta de lanza.

Entre otros hechos, a Madero se le atribuye haber puesto fin a los 30 años del régimen de Porfirio Díaz; sin embargo, este fue solo el inicio de la encarnizada lucha que dejaría más de un millón de muertos, una cifra enorme si se toma en cuenta que en aquel momento México contaba con apenas 15 millones de habitantes. De hecho, Porfirio Díaz perdió todo protagonismo tan solo seis meses después de que iniciara la Revolución, pues ya para el 20 de junio de 1921 se establecería en Francia, donde incluso sería sepultado. Madero convocaría a un proceso electoral que lo vería triunfador y en noviembre de 1921 comenzaría su mandato junto a José María Pino Suárez como su brazo derecho.

Especialistas como Luis Barrón, Javier Garciadiego y Sandra Kuntz reconocen que durante la breve presidencia de Madero hubo más problemas políticos que transformaciones de raíz. En suma, señalan que Madero nunca se percató de que México en ese momento necesitaba un gobierno fuerte, férreo y determinado que uniera a los diferentes liderazgos que se levantaron en armas a lo largo y ancho del país, pues solo así consolidaría la Revolución que él mismo había iniciado.

Esta aparente falta de carácter provocó que Francisco I. Madero fuera tildado de inocente y timorato, una percepción que, a su vez, condujo a que otros protagonistas de la Revolución tramaran traiciones en su contra, a fin de conseguir el poder; no obstante, cuando nos acercamos a Madero en su calidad de pensador, constatamos la visión que tenía de la libertad y de la democracia, como virtudes que se oponen al poder absoluto. Esta visión aspiraba a las más elevadas virtudes humanas, en tanto que buscaba sentar las bases para construir un México plural, que se encaminara al progreso y en el que sus habitantes fueran libres. Estos anhelos quedarían consagrados en La sucesión presidencial de 1910, una obra que nos permite contemplar los ideales que marcarían su breve gobierno y que bien se sintetizan en una máxima: ejercer la presidencia con la ley.

En el Capítulo III, por ejemplo, apreciamos una afirmación que permanece vigente a más de un siglo de ver la luz: “El régimen del poder absoluto consiste en el dominio de un solo hombre, sin más ley que su voluntad, sin más límites que los impuestos por su conciencia, su interés o la resistencia que encuentre en sus gobernados. Tiene su origen en la vida patriarcal: las primeras sociedades no eran sino grandes familias que reconocían como jefe al anciano más venerable”.

Autores como Enrique Krauze ven en la figura de Madero a un líder que ejerció la presidencia sin las pretensiones del poder absoluto, pues ello habría implicado negarse a sí mismo: mientras que sus enemigos solo añoraban el poder absoluto, Madero moría por la libertad, una “inocente tesis” que, concluye Krauze, ninguna mexicana o mexicano debería olvidar jamás.

Poco antes de concluir este Capítulo III, Madero afirma: “La consecuencia del poder absoluto es que las faltas de los gobernantes pasan inadvertidas y si se notan, nadie puede hablar de ellas, porque todos comprenden que son irremediables […] Los que hablan la verdad, son considerados por el público como desequilibrados, y por el gobierno como conspiradores”. Una vez más, estas palabras encuentran eco en el momento político que vivimos actualmente.

A poco más de un siglo del inicio de la Revolución Mexicana, ¿cómo contemplarla, cómo dimensionar su impacto en la actualidad? El antropólogo Roger Bartra afirma que la Revolución fue un estallido de mitos y yo agregaría que también fue un detonante de símbolos. Por sí solo, un símbolo carece de significado, pero cuando una notable cantidad de personas se identifica en torno a un símbolo, entonces la voluntad esas personas, unificada a la luz de ese símbolo, puede transformar el mundo. Hagamos, pues, de la Revolución Mexicana ese símbolo que nos lleve a defender la libertad y a enfrentar con decisión cualquier asomo de poder absoluto, para construir ese México plural, justo, equitativo y con bienestar que todas y todos anhelamos.

Este 20 de noviembre de 2021 conmemoramos 111 años del inicio de la Revolución Mexicana, un evento que sentaría las bases sociales y políticas de nuestro país, sustentadas en el anhelo de construir un gobierno democrático y una dinámica más justa en el campo. Francisco I. Madero fue una de las figuras más importantes, pero también más controvertidas en el complejo contexto de este conflicto, del que fue su punta de lanza.

Entre otros hechos, a Madero se le atribuye haber puesto fin a los 30 años del régimen de Porfirio Díaz; sin embargo, este fue solo el inicio de la encarnizada lucha que dejaría más de un millón de muertos, una cifra enorme si se toma en cuenta que en aquel momento México contaba con apenas 15 millones de habitantes. De hecho, Porfirio Díaz perdió todo protagonismo tan solo seis meses después de que iniciara la Revolución, pues ya para el 20 de junio de 1921 se establecería en Francia, donde incluso sería sepultado. Madero convocaría a un proceso electoral que lo vería triunfador y en noviembre de 1921 comenzaría su mandato junto a José María Pino Suárez como su brazo derecho.

Especialistas como Luis Barrón, Javier Garciadiego y Sandra Kuntz reconocen que durante la breve presidencia de Madero hubo más problemas políticos que transformaciones de raíz. En suma, señalan que Madero nunca se percató de que México en ese momento necesitaba un gobierno fuerte, férreo y determinado que uniera a los diferentes liderazgos que se levantaron en armas a lo largo y ancho del país, pues solo así consolidaría la Revolución que él mismo había iniciado.

Esta aparente falta de carácter provocó que Francisco I. Madero fuera tildado de inocente y timorato, una percepción que, a su vez, condujo a que otros protagonistas de la Revolución tramaran traiciones en su contra, a fin de conseguir el poder; no obstante, cuando nos acercamos a Madero en su calidad de pensador, constatamos la visión que tenía de la libertad y de la democracia, como virtudes que se oponen al poder absoluto. Esta visión aspiraba a las más elevadas virtudes humanas, en tanto que buscaba sentar las bases para construir un México plural, que se encaminara al progreso y en el que sus habitantes fueran libres. Estos anhelos quedarían consagrados en La sucesión presidencial de 1910, una obra que nos permite contemplar los ideales que marcarían su breve gobierno y que bien se sintetizan en una máxima: ejercer la presidencia con la ley.

En el Capítulo III, por ejemplo, apreciamos una afirmación que permanece vigente a más de un siglo de ver la luz: “El régimen del poder absoluto consiste en el dominio de un solo hombre, sin más ley que su voluntad, sin más límites que los impuestos por su conciencia, su interés o la resistencia que encuentre en sus gobernados. Tiene su origen en la vida patriarcal: las primeras sociedades no eran sino grandes familias que reconocían como jefe al anciano más venerable”.

Autores como Enrique Krauze ven en la figura de Madero a un líder que ejerció la presidencia sin las pretensiones del poder absoluto, pues ello habría implicado negarse a sí mismo: mientras que sus enemigos solo añoraban el poder absoluto, Madero moría por la libertad, una “inocente tesis” que, concluye Krauze, ninguna mexicana o mexicano debería olvidar jamás.

Poco antes de concluir este Capítulo III, Madero afirma: “La consecuencia del poder absoluto es que las faltas de los gobernantes pasan inadvertidas y si se notan, nadie puede hablar de ellas, porque todos comprenden que son irremediables […] Los que hablan la verdad, son considerados por el público como desequilibrados, y por el gobierno como conspiradores”. Una vez más, estas palabras encuentran eco en el momento político que vivimos actualmente.

A poco más de un siglo del inicio de la Revolución Mexicana, ¿cómo contemplarla, cómo dimensionar su impacto en la actualidad? El antropólogo Roger Bartra afirma que la Revolución fue un estallido de mitos y yo agregaría que también fue un detonante de símbolos. Por sí solo, un símbolo carece de significado, pero cuando una notable cantidad de personas se identifica en torno a un símbolo, entonces la voluntad esas personas, unificada a la luz de ese símbolo, puede transformar el mundo. Hagamos, pues, de la Revolución Mexicana ese símbolo que nos lleve a defender la libertad y a enfrentar con decisión cualquier asomo de poder absoluto, para construir ese México plural, justo, equitativo y con bienestar que todas y todos anhelamos.