/ lunes 13 de diciembre de 2021

El valor de honrar la palabra y cumplir los acuerdos

La invención de la escritura es uno de los avances tecnológicos más importantes en la historia de la humanidad. Por supuesto, cuando pensamos en tecnología, difícilmente nos viene la escritura a la cabeza, incluso la reflexión podríamos llevarla aún más lejos: ¿cuándo fue la última vez que redactaste una carta escrita a mano? Con la llegada de los teléfonos inteligentes y la proliferación de las computadoras, los textos manuscritos parecieran haber quedado limitados a las notas para el super y a los recordatorios que colocamos sobre el refrigerador, en el monitor de nuestro escritorio o sobre nuestra mesa de trabajo.

La escritura es una tecnología que no solo ha transformado a la humanidad, sino el entorno en el que vivimos. Para desarrollar el habla, basta que convivamos con otras personas que dominan la lengua que deseamos adquirir; al cabo de un tiempo, lo habremos logrado, claro está, siempre y cuando nuestras capacidades cognitivas sean óptimas —es decir, que no padezcamos alguna afección, como una afasia— y que nuestro aparato fonador esté en excelentes condiciones. En otras palabras, mientras estemos sanos, tanto en la dimensión cognitiva como en la parte físico-fisiológica, podremos adquirir nuevas lenguas gracias a la interacción con hablantes que ya las dominen.

Por el contrario, como bien señala Walter Ong, el dominio de la escritura requiere de aprendizaje y exige que dominemos determinados instrumentos: desde la más rudimentaria vara de madera para tallar un muro, pasando por piedras, cinceles, tintas, pinceles, lápices y plumas, hasta llegar a los más modernos procesadores de texto o las sofisticadas aplicaciones de dictado. Una vez que dominemos la escritura no solo seremos capaces de abrir nuevos canales de comunicación, sino que incluso podremos hablar con personas que ya han muerto, gracias a las palabras que dejaron por escrito. La escritura, continúa Ong, materializó el lenguaje oral y el conocimiento, un hecho que catapultó aún más la imprenta.

En una antigua historia, el dios egipcio Theuth le entrega un nuevo invento al rey Thamus: la escritura. Antes de este obsequio, Theuth ya le había hecho entrega de valiosos conocimientos, como la aritmética, la geometría o la astronomía. Para Theuth, la escritura significaba una invención que haría más sabios a los egipcios y les aliviaría su memoria, pues sería un medio que les ayudaría a retener lo aprendido y, en ese sentido, a facilitar el aprendizaje; sin embargo, el rey Thamus se apresuró a reconocer que el verdadero efecto de la escritura sería fomentar el olvido en las personas, pues provocaría que descuidaran tanto la memoria que dejarían a los caracteres materiales el cuidado de reproducir sus recuerdos.

No es mi intención caer en posturas extremas. Como sucede con toda invención o adelanto tecnológico, tenemos la responsabilidad de emplearlos con sabiduría, sensatez y para el bien de la humanidad.

En no pocas ocasiones hemos dejado de ver en toda su dimensión las palabras y su fuerza creadora. Quienes somos católicos recordaremos, por ejemplo, lo que ha quedado escrito en el Génesis: “El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas y dijo Dios: «Sea la luz». Y fue la luz”. En las palabras late un poder creador y destructor que con frecuencia ignoramos o nos negamos a contemplar.

La palabra que enunciamos de viva voz ha de fortalecerse con las palabras que quedan suscritas con tinta sobre el papel, en el mismo sentido que las palabras escritas han de armonizar con lo que de nuestra voz emane. Si alguien suscribe un acuerdo por escrito, poniendo además su propia palabra en él, para luego violentarlo, entonces no solo lo escrito estará en tela de juicio, sino que la palabra de esa persona carecerá de todo valor.

El honor de una persona está en cumplir la palabra, en respetar los acuerdos establecidos y en conducirse con honestidad ante las y los demás. Si no respetamos, si no honramos nuestra palabra desde las esferas dónde nos desenvolvemos, ¿con qué cara vamos a pedirlo ante las y los demás? Como funcionarios públicos, como representantes de la ciudadanía, si queremos tener buenos resultados, debemos honrar nuestra palabra y cumplir los acuerdos establecidos, no solo los escritos, sino aquellos que enunciamos de viva voz. Solo así tendremos la confianza de la ciudadanía; de lo contrario, estaremos condenados al fracaso.

La invención de la escritura es uno de los avances tecnológicos más importantes en la historia de la humanidad. Por supuesto, cuando pensamos en tecnología, difícilmente nos viene la escritura a la cabeza, incluso la reflexión podríamos llevarla aún más lejos: ¿cuándo fue la última vez que redactaste una carta escrita a mano? Con la llegada de los teléfonos inteligentes y la proliferación de las computadoras, los textos manuscritos parecieran haber quedado limitados a las notas para el super y a los recordatorios que colocamos sobre el refrigerador, en el monitor de nuestro escritorio o sobre nuestra mesa de trabajo.

La escritura es una tecnología que no solo ha transformado a la humanidad, sino el entorno en el que vivimos. Para desarrollar el habla, basta que convivamos con otras personas que dominan la lengua que deseamos adquirir; al cabo de un tiempo, lo habremos logrado, claro está, siempre y cuando nuestras capacidades cognitivas sean óptimas —es decir, que no padezcamos alguna afección, como una afasia— y que nuestro aparato fonador esté en excelentes condiciones. En otras palabras, mientras estemos sanos, tanto en la dimensión cognitiva como en la parte físico-fisiológica, podremos adquirir nuevas lenguas gracias a la interacción con hablantes que ya las dominen.

Por el contrario, como bien señala Walter Ong, el dominio de la escritura requiere de aprendizaje y exige que dominemos determinados instrumentos: desde la más rudimentaria vara de madera para tallar un muro, pasando por piedras, cinceles, tintas, pinceles, lápices y plumas, hasta llegar a los más modernos procesadores de texto o las sofisticadas aplicaciones de dictado. Una vez que dominemos la escritura no solo seremos capaces de abrir nuevos canales de comunicación, sino que incluso podremos hablar con personas que ya han muerto, gracias a las palabras que dejaron por escrito. La escritura, continúa Ong, materializó el lenguaje oral y el conocimiento, un hecho que catapultó aún más la imprenta.

En una antigua historia, el dios egipcio Theuth le entrega un nuevo invento al rey Thamus: la escritura. Antes de este obsequio, Theuth ya le había hecho entrega de valiosos conocimientos, como la aritmética, la geometría o la astronomía. Para Theuth, la escritura significaba una invención que haría más sabios a los egipcios y les aliviaría su memoria, pues sería un medio que les ayudaría a retener lo aprendido y, en ese sentido, a facilitar el aprendizaje; sin embargo, el rey Thamus se apresuró a reconocer que el verdadero efecto de la escritura sería fomentar el olvido en las personas, pues provocaría que descuidaran tanto la memoria que dejarían a los caracteres materiales el cuidado de reproducir sus recuerdos.

No es mi intención caer en posturas extremas. Como sucede con toda invención o adelanto tecnológico, tenemos la responsabilidad de emplearlos con sabiduría, sensatez y para el bien de la humanidad.

En no pocas ocasiones hemos dejado de ver en toda su dimensión las palabras y su fuerza creadora. Quienes somos católicos recordaremos, por ejemplo, lo que ha quedado escrito en el Génesis: “El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas y dijo Dios: «Sea la luz». Y fue la luz”. En las palabras late un poder creador y destructor que con frecuencia ignoramos o nos negamos a contemplar.

La palabra que enunciamos de viva voz ha de fortalecerse con las palabras que quedan suscritas con tinta sobre el papel, en el mismo sentido que las palabras escritas han de armonizar con lo que de nuestra voz emane. Si alguien suscribe un acuerdo por escrito, poniendo además su propia palabra en él, para luego violentarlo, entonces no solo lo escrito estará en tela de juicio, sino que la palabra de esa persona carecerá de todo valor.

El honor de una persona está en cumplir la palabra, en respetar los acuerdos establecidos y en conducirse con honestidad ante las y los demás. Si no respetamos, si no honramos nuestra palabra desde las esferas dónde nos desenvolvemos, ¿con qué cara vamos a pedirlo ante las y los demás? Como funcionarios públicos, como representantes de la ciudadanía, si queremos tener buenos resultados, debemos honrar nuestra palabra y cumplir los acuerdos establecidos, no solo los escritos, sino aquellos que enunciamos de viva voz. Solo así tendremos la confianza de la ciudadanía; de lo contrario, estaremos condenados al fracaso.