/ viernes 24 de junio de 2022

Cultivemos nuestros propios árboles de paz 

Pienso en mi empeño de ser promotora de lectura. Lo pienso a partir de encontrar el placer de leer desde la infancia. Las historias fantásticas que elevaron el vuelo de la imaginación, los poemas que se quedaron grabados en la memoria gracias a la rima, al ritmo, a la gracia de las palabras. He contado varias veces, cómo quise ser pequeña como Almendrita, cómo llegó un relámpago a mi corazón cuando leí en los libros de mi abuelita “Dios no le negará la sabiduría a aquellos que se la pidan”. Luego a los doce años, ¿quién no se conmueve con las biografías de Miguel Ángel y de María Curie, que nos llevó a casa mi padre? Pero no todo fue grandioso, también leímos libros de monitos y aventuras insustanciales, novelas de Corín Tellado y otras novelas antes de llegar a la gran literatura, al estilo de Julio Cortázar, a su ternura y su corazón de cronopio, y quedar prendada de Rayuela, desde la primera pregunta ¿Encontraría a La Maga? Y luego, tratar de compartir ese gusto, hubo momentos culminantes. En mi trabajo como maestra de primaria, varios poemas corales, que mis alumnos aún recuerdan, en secundaria una obra de teatro A la diestra de Dios Padre, esa farsa de Tomás de Carrasquilla, tan divertida y entrañable. Luego, en la Universidad, se impone el canon literario: Tanta literatura tan valiosa, tan importante, por tantas razones: culturales, históricas, estilísticas. La casa se me fue llenando de libros. Más de los que puedo leer y disfrutar. Y ahora, soy mediadora de lectura. Y me saltan a la cara unas cuantas verdades. Trataré de resumir las principales. Primero: Los libros son importantes, pero más lo son los lectores. Y con esto me refiero a ampliar la capacidad de escucha con los posibles lectores. Esto parece una obviedad, pero no lo es en absoluto. Ellos, los que van a leer, muchas veces están llenos de prejuicios contra la lectura. ¿Cómo encontrar el camino del diálogo? Poco, a poco y con gran apertura. Porque se trata desde encontrar un método de atención que pocas veces se trae ya formado. Porque se trata de encontrar los temas de interés en un mundo disperso, pero necesitado de que alguien le preste atención.

Entonces la evocación de nuestro propio camino hacia el placer de texto acude a nosotros y fundamenta la esperanza. Y nos percatamos de que el libro sigue siendo importante, de manera necesaria. Voy a tomar como ejemplo una película que me hizo reflexionar fuertemente al respecto. Se trata del filme Árboles de paz, escrito y dirigido por Alanna Brown. Inspirado en hechos reales, la película tiene como contexto la masacre ocurrida en Ruanda en 1994, donde la etnia de los hutus mató cerca de un millón de personas pertenecientes a los tutsis y a los hutus moderados, en cerca de cien días, mientras las fuerzas de la ONU desaparecían del escenario. ¿Cómo reconstruir el tejido social después de un acontecimiento de tal naturaleza? Alanna, que fue a entrevistar a los sobrevivientes hace tres años, se percató de algo sobresaliente. La resiliencia de las mujeres, cuya participación en puestos de elección pública ha aumentado de 16% a 65% después de ese suceso. El dato le resultó esperanzador y con esa base construyó su ficción representativa tomando como ejemplo a cuatro mujeres que representan cuatro perfiles posibles: una inteligente y enojada niña tutsi, una monja católica, cuya fe es puesta a prueba de manera radical, una joven norteamericana con un pasado difícil y una mujer hutu embarazada por quinta vez, después de cuatro intentos fracasados. Como se ve, ya tienen de por sí sus perfiles una fuerte carga dramática, lo que vuelve aún más difícil sobrellevar un encierro estresante, por lo que está ocurriendo afuera, por la falta de alimentos y por muchas otras molestias y sufrimientos. Lo que estas mujeres pueden construir de relación y comunicación entre ellas está motivado en gran parte por un libro, que llevaba en su mochila la joven norteamericana: Árboles de paz es un poema, escrito para niños, que ellas saborean hasta en sus mínimos detalles. Ahí están las palabras poéticas sosteniendo la esperanza. Las palabras se repiten, se memorizan, se vuelven un vehículo de paz. Esto nos remite a los grandes mitos. Debemos enseñar a los niños el de Pandora, ´para recordar que en el fondo del caos, late la esperanza; repetir versos que nos siembren paz y buenos sentimientos, reconocernos en los más alentadores y pacíficos: “Cultivo una rosa blanca/ en julio como en enero/ para el amigo sincero / que me da su mano franca / y para el cruel que me arranca/ el corazón con que vivo/ cardo ni ortiga cultivo/ cultivo una rosa blanca/", de José Martí.

Pienso en mi empeño de ser promotora de lectura. Lo pienso a partir de encontrar el placer de leer desde la infancia. Las historias fantásticas que elevaron el vuelo de la imaginación, los poemas que se quedaron grabados en la memoria gracias a la rima, al ritmo, a la gracia de las palabras. He contado varias veces, cómo quise ser pequeña como Almendrita, cómo llegó un relámpago a mi corazón cuando leí en los libros de mi abuelita “Dios no le negará la sabiduría a aquellos que se la pidan”. Luego a los doce años, ¿quién no se conmueve con las biografías de Miguel Ángel y de María Curie, que nos llevó a casa mi padre? Pero no todo fue grandioso, también leímos libros de monitos y aventuras insustanciales, novelas de Corín Tellado y otras novelas antes de llegar a la gran literatura, al estilo de Julio Cortázar, a su ternura y su corazón de cronopio, y quedar prendada de Rayuela, desde la primera pregunta ¿Encontraría a La Maga? Y luego, tratar de compartir ese gusto, hubo momentos culminantes. En mi trabajo como maestra de primaria, varios poemas corales, que mis alumnos aún recuerdan, en secundaria una obra de teatro A la diestra de Dios Padre, esa farsa de Tomás de Carrasquilla, tan divertida y entrañable. Luego, en la Universidad, se impone el canon literario: Tanta literatura tan valiosa, tan importante, por tantas razones: culturales, históricas, estilísticas. La casa se me fue llenando de libros. Más de los que puedo leer y disfrutar. Y ahora, soy mediadora de lectura. Y me saltan a la cara unas cuantas verdades. Trataré de resumir las principales. Primero: Los libros son importantes, pero más lo son los lectores. Y con esto me refiero a ampliar la capacidad de escucha con los posibles lectores. Esto parece una obviedad, pero no lo es en absoluto. Ellos, los que van a leer, muchas veces están llenos de prejuicios contra la lectura. ¿Cómo encontrar el camino del diálogo? Poco, a poco y con gran apertura. Porque se trata desde encontrar un método de atención que pocas veces se trae ya formado. Porque se trata de encontrar los temas de interés en un mundo disperso, pero necesitado de que alguien le preste atención.

Entonces la evocación de nuestro propio camino hacia el placer de texto acude a nosotros y fundamenta la esperanza. Y nos percatamos de que el libro sigue siendo importante, de manera necesaria. Voy a tomar como ejemplo una película que me hizo reflexionar fuertemente al respecto. Se trata del filme Árboles de paz, escrito y dirigido por Alanna Brown. Inspirado en hechos reales, la película tiene como contexto la masacre ocurrida en Ruanda en 1994, donde la etnia de los hutus mató cerca de un millón de personas pertenecientes a los tutsis y a los hutus moderados, en cerca de cien días, mientras las fuerzas de la ONU desaparecían del escenario. ¿Cómo reconstruir el tejido social después de un acontecimiento de tal naturaleza? Alanna, que fue a entrevistar a los sobrevivientes hace tres años, se percató de algo sobresaliente. La resiliencia de las mujeres, cuya participación en puestos de elección pública ha aumentado de 16% a 65% después de ese suceso. El dato le resultó esperanzador y con esa base construyó su ficción representativa tomando como ejemplo a cuatro mujeres que representan cuatro perfiles posibles: una inteligente y enojada niña tutsi, una monja católica, cuya fe es puesta a prueba de manera radical, una joven norteamericana con un pasado difícil y una mujer hutu embarazada por quinta vez, después de cuatro intentos fracasados. Como se ve, ya tienen de por sí sus perfiles una fuerte carga dramática, lo que vuelve aún más difícil sobrellevar un encierro estresante, por lo que está ocurriendo afuera, por la falta de alimentos y por muchas otras molestias y sufrimientos. Lo que estas mujeres pueden construir de relación y comunicación entre ellas está motivado en gran parte por un libro, que llevaba en su mochila la joven norteamericana: Árboles de paz es un poema, escrito para niños, que ellas saborean hasta en sus mínimos detalles. Ahí están las palabras poéticas sosteniendo la esperanza. Las palabras se repiten, se memorizan, se vuelven un vehículo de paz. Esto nos remite a los grandes mitos. Debemos enseñar a los niños el de Pandora, ´para recordar que en el fondo del caos, late la esperanza; repetir versos que nos siembren paz y buenos sentimientos, reconocernos en los más alentadores y pacíficos: “Cultivo una rosa blanca/ en julio como en enero/ para el amigo sincero / que me da su mano franca / y para el cruel que me arranca/ el corazón con que vivo/ cardo ni ortiga cultivo/ cultivo una rosa blanca/", de José Martí.